
I
Pobres o ricos, ignorantes o sabios, nacidos en chozas o palacios, al fin tenemos por abrigo la mortaja, por lecho la tierra, por Sol la oscuridad, por únicos amigos los gusanos i la podre. La tumba, ¡digno desenlace del drama!
¿Hai gran dolor en morir, o precede a la última crisis un insensible estado comatoso? La muerte unas veces nos deja morir i otras nos asesina. Algunos presentan indicios de consumirse con suave lentitud, como esencia que s'escurre del frasco por imperceptible rajadura; pero otros sucumben desesperadamente, como si les arrancaran la vida, pedazo a pedazo, con tenazas de fuego. En la vejez se capitula, en la juventud se combate. Quién sabe la muerte sea: primero, un gran dolor o un pesado amodorramiento; después, un sueño invencible; en seguida, un frío polar; i por último, algo que s'evapora en el cerebro i algo que se marmoliza en el resto del organismo.
No pasa de ilusión poética o recurso teolójico, el encarecer la belleza i majestad del cadáver. ¿Quién concibe a Romeo encontrando a Julieta más hermosa de muerta que de viva? Un cadáver infunde alejamiento, repugnancia; estatua sin la pureza del mármol, con todos los horrores i miserias de la carne. Los muertos sólo se muestran grandes en el campo de batalla, donde se ve ojos que amenazan con imponente virilidad, manos en actitud de cojer una espada, labios que parecen concluir una interrumpida voz de mando.
El cadáver en descomposición, eso que según Bossuet no tiene nombre en idioma alguno, resume para el vulgo lo más tremendo i espantoso de la muerte. Parece que la póstuma conservación de la forma implicara la supervivencia del dolor. Los hombres se imajinan, no sólo muertos, sino muriendo a pausas, durante largo tiempo. Cuando la tumba se cambie por el horno crematorio, cuando la carne infecta se transforme en llamas azuladas, i al esqueleto aprisionado en el ataúd suceda el puñado de polvo en la urna cineraria, el fanatismo habrá perdido una de sus más eficaces armas.
¿Existe algo más allá del sepulcro? ¿Conservamos nuestra personalidad o somos absorbidos por el Todo, como una gota por Océano? ¿Renacemos en la Tierra o vamos a los astros para seguir una serie planetaria i estelaria de nuevas i variadas existencias? Nada sabemos: céntuple muralla de granito separa la vida de la muerte, i hace siglos de siglos que los hombres queremos perforar el muro con la punta de un alfiler. Decir "esto cabe en lo posible, esto no cabe", llega al colmo de la presunción o locura. Filosofía i Religión declaman i anatematizan; pero declamaciones i anatemas nada prueban. ¿Dónde los hechos?
Entonces ¿qué esperanza debemos alimentar al hundirnos en ese abismo que hacía temblar a Turenne i horripilarse a Pascal? Ninguna, para no resultar engañados, o gozar con la sorpresa si hai algo. La Naturaleza, que sabe crear flores para ser comidas por gusanos i planetas para ser destruidos en una esplosión, puede crear Humanidades para ser anonadadas por la muerte. ¿A quién acojernos? A nadie. Desmenuzadas todas las creencias tradicionales, subsisten dos magnas cuestiones que todavía no han obtenido una prueba científica ni refutación lójica: la inmortalidad del alma i la existencia de un "Dios distinto i personal, de un Dios ausente del Universo", como decía Hegel. Hasta hoi ¿a qué se reducen Dios i el alma? A dos entidades hipotéticas, imajinadas para esplicar el orijen de las cosas i las funciones del cerebro.
Si escapamos al naufrajio de la tumba, nada nos autoriza para inferir que arribaremos a playas más hospitalarias que la Tierra. Quizá no tengamos derecho de jactarnos con el estoico de "poseer en la muerte un bien que el mundo entero no puede arrebatarnos" porque no sabemos si la puerta del sepulcro conduce al salón de un festín o a la caverna de unos bandoleros. Morir es un mal, decía Safo, porque de otro modo, los dioses habrían muerto. Acaso tuvo razón Aquiles cuando entre las sombras del Erebo respondió a Ulises con estas melancólicas palabras: "No intentes consolarme de la muerte; preferiría cultivar la tierra al servicio de un hombre pobre i sin recursos, a reinar entre todas las sombras de los que ya no existen".
En el miedo a la muerte ¿hai un simple ardid de la Naturaleza para encadenarnos a la vida o un presentimiento de venideros infortunios? Al acercarse la hora suprema, todas las células del organismo parece que sintieran el horror de morir i temblaran como soldados al entrar en batalla.
En la Tierra no se realizan esclarecimientos de derechos, sino concursos de fuerzas; en la historia de la Humanidad no se ve apoteosis de justos, sino eliminaciones del débil; pero nosotros aplazamos el desenlace del drama terrestre para darle un fin moral: hacemos una berquinada. Aplicando a la Naturaleza el sistema de compensaciones, estendiendo a todo lo creado nuestra concepción puramente humana de la justicia, imajinamos que si la Naturaleza nos prodiga hoy males, nos reserva para mañana bienes: abrimos con ella una cuenta corriente, pensamos tener un debe i un haber. Toda doctrina de penas i recompensas se funda en l'aplicación de la Teneduría de Libros a la Moral. La Naturaleza no aparece injusta ni justa, sino creadora. No da señales de conocer la sensibilidad humana, el odio ni el amor: infinito vaso de concepción, divinidad en interminable alumbramiento, madre toda seno i nada corazón, crea i crea para destruir i volver a crear i volver a destruir. En un soplo desbarata la obra de mil i mil años: no ahorra siglos ni vidas, porque cuenta dos cosas inagotables, el tiempo i la fecundidad. Con tanta indiferencia mira el nacimiento de un microbio como la desaparición de un astro, i rellenaría un abismo con el cadáver de la Humanidad para que sirviera de puente a una hormiga.
La Naturaleza, indiferente para los hombres en la Tierra ¿se volverá justa o clemente porque bajemos al sepulcro i revistamos otra forma? Vale tanto como figurarnos que un monarca dejará de ser sordo al clamor de la desgracia porque sus súbditos varíen de habitación o cambien de harapos. Vayamos donde vayamos, no saldremos del Universo, no escaparemos a leyes inviolables i eternas.
Amilana i aterra considerar a qué parajes, a qué trasformaciones, puede conducimos el torbellino de la vida. Nacer parece entrar en una danza macabra para nunca salir, caer en un vertijinoso torbellino para jirar eternamente sin saber cómo ni por qué.
¿Hay algo más desolado que nuestra suerte?, ¿más lúgubre que nuestra esclavitud? Nacemos sin que nos hayan consultada, morimos cuando no lo queremos, vamos tal vez donde no desearíamos ir. Años de años peregrinamos en un desierto, i el día que fijamos tienda i abrimos una cisterna i sembramos una palma i nos apercibimos a descansar, asoma la muerte. ¿Queremos vivir?, pues la muerte. ¿Queremos morir?, pues la vida. ¿Qué distancia media entre la piedra atraída al centro del Globo i el hombre arrastrado por una fuerza invencible hacia un paraje desconocido?
¿Por qué no somos dueños ni de nosotros mismos? Cuando la cabeza gravita sobre nuestros hombros con el peso de una montaña, cuando el corazón se retuerce en nuestro pecho como tigre vencido pero no domesticado, cuando el último átomo de nuestro ser esperimenta el odio i la náusea de la existencia, cuando nos mordemos la lengua para detener la esplosión de una estúpida blasfemia, ¿por qué no tenemos poder de anonadarnos con un acto de la voluntad?
¿Acaso todos los hombres desean la inmortalidad? Para muchos, la Nada se presenta como inmersión deliciosa en mar sin fondo, como desvanecimiento voluptuoso en atmósfera infinita, como sueño sin pesadillas en noche sin término. Mirabeau, moribundo, se regocijaba con la idea de anonadarse. ¿Acaso siempre resolvemos de igual modo el problema de la inmortalidad? Unas veces, hastiados de sentir i fatigados de pensar, nos desconsolamos con la perspectiva de una actividad eterna i envidiamos el ocio estéril de la nada; otras veces esperimentamos insaciable sed de sabiduría, curiosidad inmensa, i anhelamos existir como esencia impalpable i ascendente, para viajar de mundo en mundo, viéndolo todo, escudriñándolo todo, sabiéndolo todo; otras veces deseamos yacer en una especie de nirvana, i de cuando en cuando recuperar la conciencia por un solo instante, para gozar la dicha de haber muerto.
Pero ¿a qué amilanarse? Venga lo que viniere. El miedo, como las solfataras de Nápoles, puede asfixiar a los animales que llevan la frente ras con ras del suelo, no a los seres que levantan la cabeza unos palmos de la tierra. Cuando la muerte se aproxima, salgamos a su encuentro, i muramos de pie como el Emperador romano. Fijemos los ojos en el misterio, aunque veamos espectros amenazantes i furiosos; estendamos las manos hacia lo Desconocido, aunque sintamos la punta de mil puñales. Como dice Guyau, "que nuestro último dolor sea nuestra última curiosidad".
Hai modos i modos de morir: unos salen de la vida, como espantadizo reptil que se guarece en las rajaduras de una peña; otros se van a lo tenebroso, como águila que atraviesa un nubarrón cargado de tormentas. Hablando aquí sin preocupaciones gazmoñas, es indigno de un hombre morir demandando el último puesto en el banquete de la Eternidad, como el mendigo pide una migaja de pan a las puertas del señor feudal que siempre le vapuleó sin misericordia. Vale más aceptar la responsabilidad de sus acciones i lanzarse a lo Desconocido, como sin papeles ni bandera el pirata se arroja a las inmensidades del mar.
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1. ¿Qué es lo que más atemoriza al ser humano al enfrentar el tema de la muerte?
2. Ubica y menciona a través de citas textuales (escritas entre comillas) dos falacias presentes en el texto leído.
3. ¿Con qué argumentos Manuel González Prada subestima la religión?
4. Según el autor, el conocido pensamiento "La esperanza es lo último que se pierde" ¿qué tan cierto o falso resulta? ¿Por qué?
5. ¿Qué posibilidades tiene el Hombre de sentirse orgulloso de existir? Explica y sustenta tu respuesta empleando dos citas textuales (escritas entre comillas).
6. ¿Cuál es el principio religioso contra el que Manuel González Prada expresa su crítica?